Si tuviésemos que comparar la edad del boom digital con una edad humana, diríamos que se encuentra en plena adolescencia. Este juicio parece naif pero te aseguro que encierra una reflexión necesaria. La adolescencia es esa enfermedad en la que no paramos de decir: “Hace diez minutos, cuando nada existía.” Después volvemos la vista hacia otro lado sin pestañear.

 

Ser teen significa desoír lo que la experiencia tenga que decirnos. Desmerecer sus tesoros, e incluso dudar de ellos, puesto que para construir una casa es recomendable derrumbar la existente.

 

Todos vemos a diario este contagioso espíritu adolescente en las marcas. Lo que tiene de bueno no hace falta subrayarlo. La vida digital ha hecho, entre otras muchas cosas, que todos aparentemos quince años menos de los que pone en nuestro DNI. Sin embargo, como en todas las épocas iniciáticas, es fácil observar que muchas de esas marcas (y no hablo de las pequeñas, precisamente) aún no han asimilado ni entendido que quizá requieran interiorizar una educación digital a la altura de sus nuevas circunstancias.

 

Resulta triste descubrir, por ejemplo, cómo las grandes operadoras de telecomunicaciones predican los beneficios de la vida digital, mientras por otro lado siguen recurriendo al odioso e invasivo marketing telefónico o a los cansinos trucos analógicos de siempre. La lista es larga y podríamos pasear por muchas de sus unidades de negocio.

 

Flaubert escribió una novela sobre la educación sentimental. Quizá necesitásemos un discurso -un gigantesco brandtelling- que centrase a las grandes compañías en la coherencia. Ser digital no consiste en presumir de moderno, ni de chic, ni mostrarte como un nuevo rico tecnológico.

 

La educación digital consiste en interiorizar una nueva forma de relacionarse con los demás y con el mundo, con la realidad y con una suerte de posibilidades que ya son parte de nuestra vida. Ojalá pasemos rápido esta época de granos y contradicciones.