He pasado más de la mitad de mi vida entre anuncios y marcas. Ahora lo veo así: Trabajaba en un hangar y cada día me traían un enorme avión para que descubriera el problema que le impedía volar. Eran, en su mayoría, aparatos pesados, con tantos protocolos corporativos y sistemas de seguridad que más que aviones parecían ciudades arrancadas del suelo a las que les habían pegado unas alas.
Últimamente veo intentos de marcas que quieren escapar del cartesianismo estratégico y se lanzan a explorar territorios emocionales sin mucha convicción. Entre que no se manejan bien en tierras ignotas y que tal decisión no obedece a su adn, comienzan a tomar decisiones equivocadas.
El pensamiento poético, al que diferenciaría en este caso de la poesía como género literario, me ha permitido durante muchos de estos años establecer un acercamiento diferente a los problemas de comunicación de una marca. Y no me refiero sólo a la ejecución final de un anuncio sino a todo el proceso interno. Desde los bailes de minué con los clientes hasta los argumentos para defender un medio en detrimento de otro.
Pensar poéticamente es establecer nuevas rutas para el pensamiento y las soluciones. Una marca es una ficción asumida por un colectivo de personas. Conviene tener esto claro y no engañarnos. Por muy kilométrico que sea el cargo de un responsable de marketing, estamos hablando de un especialista en ficciones comerciales.
El filósofo austríaco Wittgenstein decía que las palabras ensanchan el mundo que conocemos; y lo hace nombrándolo todo de nuevo. De ahí que la poesía se encargue de ayudar al nacimiento de lo que antes no existía.
Hoy, una marca que no valore la necesidad del pensamiento poético en su mecánica cotidiana, está poniendo en peligro el hilo que le une a las personas de las que depende su vida.
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